martes, 3 de abril de 2012

El cielo tendrá que esperar

Conejero, Chichicastenango, El Rastro o Camden Town, cualquiera de ellos me encanta igual, porque los mercados para mí siempre han sido lugares de obligada visita al llegar a un pueblo o ciudad. Es el espacio del encuentro, de vivencias reales, de negociaciones insólitas, caras autóctonas, vasos sudados de jugos de colores, olores de yerbabuena, loroco o izote, atoles, arepitas o tamales, son todo un festín de sabores para experimentar.
Pero además de mi pasión por esos lugares de común encuentro, visitar los cementerios también es costumbre y encanto. Son dos espacios vivos, aunque en uno vivan los muertos y se aparca la síntesis, el cierre y la totalidad –a veces la tranquilidad- y ese resumen de la vida que canta otro espíritu.
Lo que nunca me habría imaginado era la existencia de ambos espacios disputados entre vivos y muertos, en una especie de sincretismo y sin razón. Como si la espiritualidad del alma diera espacio a la miseria de la carne.
Y allí estaba yo de frente al infortunio, mientras buscaba el alma de los muertos entre tumbas, solo aparecían niños y mujeres preparándose para poner la mesa en el salón de un mausoleo que rinde culto a alguien, que sin duda vivió mucho mejor que ellos.
Entre majestuosas construcciones funerarias se muestra la tradición de una cultura exótica, amplia y desahogada, no tanto como la de los faraones en las pirámides, pero sí, cómodo espacio que alguna vez sirvió a los vivos para acompañar a sus muertos, hasta por cuarenta días en señal de duelo.
Entré en silencio por respeto a quienes allí descansaban, dudé de inmediato si en paz, cuando vi dos habitaciones, aquellas del duelo, convertidas en cocina y dormitorio, los niños gritaban y jugaban con hambrientos perros, mientras las mujeres abanaban ollas con olores parecidos a los de cualquier mercado.
Y es que en El Cairo hay más de un millón de cairotas que viven en las entrañas del pasado, haciendo vecindad con nobles egipcios. Les cuidan los mausoleos a cambio de que se les permita vivir allí. Cuando llegan los familiares de los muertos, son capaces de recoger todas sus pertenencias en minutos para dejar espacio al silencio y a los rezos.
Allí, entre una extravagante arquitectura se cruza el bullicio de la vida. Los habitantes de ese curioso lugar nos miraban como si fuéramos los verdaderos vivos en aquel paisaje de arte en la necrópolis. Un salón revestido en piedras diseñado seguramente como la Kaaba para los rezos, apuesta a la vida entre olores nauseabundos.
La relación con los difuntos es terrenal, Mustafá o Sinhué o Zaid, un anciano sudoroso que me miraba con ganas, estoy segura, de quererme contar su historia y yo habría dado cualquier cosa por escucharla, me marcaba el cuerpo con sus ojos, mientras que yo imaginaba su leyenda en la expresión de su rostro, en su mirada caída, perturbada tal vez por tantos años conviviendo con los muertos. Su huella con la vida se retrataba en aquellos pies desnudos y polvorientos.
Mi mente voló a Guatemala de inmediato, porque lo más extraño que había conocido –hasta ese momento- en materia de difuntos y flores, había sido la visita que los mayas hacían a sus muertos a través de inmensos barriletes los primeros de cada noviembre, pero eso era solo una toma momentánea del cementerio.
Las familias llegan y como por arte de magia, colorean todo, flores de papel y naturales adornan las  tumbas también de colores, candelitas con el significado del amor y del adiós. El delicioso fiambre, una comida típica del día, es roja, verde, blanca, morada, acompañada de tortillas negras y atol, se lo ofrecen a sus muertos, pero desde el paladar de los vivos.
El cielo abierto se abre –en el mejor momento de los vientos- para que los barriletes se crucen y entreguen los mensajes a esas almas. Pero allí termina todo y los muertos siguen descansando en paz.
Pero en la Ciudad de los Muertos o Al-Arfá no hay descanso, es un cementerio sin llanto y sin miedo. Tampoco hay paz, es una forma de vida que una histórica circunstancia social de desalmados gobernantes, ha marcado a estos millones de cairotas.
Desde una barbería hasta la venta de ropa, joyas de mala calidad y ese regateo propio de Chichicastenango, heredado tal vez de aquellos faraones,  pasa por los mausoleos como si estuviéramos en un mercado negociando la mercancía terrenal. No hay paz en los sepulcros. Los egipcios celebraban la muerte, las majestuosas arquitecturas funerarias, las pirámides, son el mejor testimonio. Pero también gozaban de la vida.
En este lugar no vi ni lo uno ni lo otro, solo la idea de que el cielo tendrá que esperar para que los cairotas encuentren viviendas y los nobles descansen en paz. 

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