martes, 25 de enero de 2011

La Mezquita de Alabastro

La luz abrió el camino y todos impávidos sabíamos que nos seguía. Distraídos de emoción pasábamos el umbral, los colores iban desde el más blanco hasta tonos de verde y amarillo, era la verdad de la luz. El alabastro se lucía. Nuestros zapatos ya estaban en la entrada y pisábamos un santuario que guarda en su memoria la cultura musulmana y con ella el silencio de la mujer, tanto como el propio hiyab.

Los egipcios orgullosos de aquella mezquita al estilo de las construcciones turcas del siglo XVIII, nos mostraban todo con inmenso orgullo, pero también nos decían lo estafados que se sentían porque Francia les cambió el Obelisco que hoy exhiben en la Plaza de La Concordia, por un reloj que jamás ha funcionado, sin embargo está en el medio de la mezquita, en la fuente de abluciones, encima de una torre.
El guía hablaba y yo intentaba trasladarme a esa vida silenciosa y ausente que para mí tiene la mujer en Egipto. La cultura islámica me resulta tan ajena, a pesar de que tiene un especial arraigo en el imaginario occidental. Tal vez  Sherezade en Las Mil y una Noches y sus relatos eróticos ha contribuido a la distorsión o a la inversión de valores que me hacen pensar en qué hay en la cabeza de cada una de estas mujeres que viven en un mundo misógino a la vista de mis percepciones.
El Islam ha dado a las mujeres el derecho a la participación política y a los debates públicos sobre temas fundamentales de la sociedad, sin embargo no logro ver a la mujer más que sucumbida en su silencio, su presencia es como la ausencia misma, las veo solo como madres y esposas, tapadas y silenciosas, por eso la mezquita de alabastro, una obra que se erige en una de las pocas colinas de Egipto, me hace pensar tanto en ellas y admito no entender.
Sigo mi recorrido y a la derecha de la mezquita, la luz cae sobre un mármol blanco cincelado con flores pintadas, es el sepulcro de Mohamed Alí el Grande, una tumba de tres niveles que roba las miradas. Vueltas y vueltas alrededor, los ojos se  cruzan entre gigantescas lámparas y se detienen en un domo adornado de preciosas rosetas blancas y doradas. Todo es arte, historia y religiosidad alrededor de nosotros.
Exploro la piedra cristalina del alabastro, es una piedra de yeso, me dicen que puedo rayarla con la uña, pero me parece que es profanar la historia. La veo como una piedra preciosa, no solo por su valía sino por la belleza misma que exhibe sin pudor. Pero mi cabeza sigue intentando rayar el pensamiento sobre la mujer, ¿Qué hacen cada día? ¿Cómo es su comportamiento frente al hombre? ¿Qué tantas dudas tengo?.
Escucho a lo lejos un canto, o un lloro, o un lamento,  es la oración que rezan los musulmanes al mediodía y que salta por encima de la ciudadela de Saladino y sigue hacia todos los minaretes de las mezquitas de El Cairo. Es la hora del rezo musulmán, es la hora que El Corán está más cerca de sus corazones para pedir por la paz de Alá, el más compasivo y misericordioso dios que para ellos merece tres veces al día las oraciones que dividen en los espacios de las mezquitas a los hombres y las mujeres.
La deslumbrante hermosura de esta mezquita ha despertado en mí un extraño sentimiento sobre las mujeres musulmanas. Pienso y pienso en ellas, en su condición, desde su sospechada hermosura detrás de sus ojos tapadas con sus hiyab.  Es como tener que ser invisibles y estar a la merced de la voluntad de los hombres, a pesar de que El Corán habla de la igualdad entre hombres y mujeres. Ellas dicen que están a la merced de Alá. Yo me pregunto ¿serán felices? ¿Será verdad que son solo esposas y madres? ¿Qué hablarán con sus maridos? ¿De qué tamaño serán sus quejas? Ojalá sean felices.

Me senté afuera, El Cairo quedaba extendido, polvoriento y despeinado, sentía que esa ciudad estaba allí solo para mí, a un lado La Mezquita de Alabastro con la majestuosidad de su luz, al otro lado El Cairo, las mujeres deambulan  por los mercados, en busca del pan para sus hombres, para sus hijos; tapadas, casi sombras en ese paisaje. No se si sonríen, no puedo comprenderlas, qué extraño todo, los adjetivos se desfiguran frente a esa memoria, a esa luz, a esa ciudad, a esa hermosura.


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