sábado, 12 de octubre de 2013

El tomate ¿Símbolo de la revolución?

Observaba y trataba de entender lo que estaba frente a mis ojos. Lo que veía me colocó frente a la fealdad y a la pobreza. Me produjo tristeza y eso si era más fácil para mí. Todo a mí alrededor se hizo invisible, mientras mis ojos buscaron en ellos la frescura que no hallaban, abundancia que no existía, colores pálidos. Unos tomates declaraban la fealdad de un anaquel que hace unos años por bonitos, pasaban desapercibidos.
Quise compartir un comentario de lo que sentí en ese momento y la respuesta fue hosca, hasta canalla por alienada, diría yo. Mi comentario era de acera, de plaza, de supermercado, el que decimos a cada instante, lo repetimos y me revuelca las entrañas, pero no pasa de ahí lamentablemente. ¿Hasta dónde iremos a llegar, ya rozamos el punto de comprar comida mala?, eso fue lo que dije y una señora que hasta ese momento no existía en mi escenario, reaccionó ante el comentario diciendo que debíamos agradecer a Dios que aún teníamos comida.
No respondí para no alterar la armonía de la convivencia, pero mi mente sobresaltada se alejó y empezó a moverse entre recuerdos de mi infancia. Vino a mi mente el día que vi los más grandes tomates de mi vida en Margarita, llegó a mí lengua el sabor de los tomates grandes, bellos que preparaba mi vecina Lola, la española, con tomillo, aceite de oliva y sal, eran únicos, por su color, por su sabor.
Era obvio no responder, porque agradecer a Dios un alimento podrido y escaso, no es un asunto de fe, más bien es un tema de dignidad, pensé.
Mi mente seguía en su viaje disparatado y loco, por tiempos y geografías, pensaba en algo tan sencillo como una salsa de tomates que se me estaba convirtiendo en un dolor más de todos los dolores producidos por este amanecido socialismo, que a diario nos insulta y nos coloca ante lo brutalmente feo.
El tomate hasta ese momento me había parecido un ingrediente más, «invadía las cocinas en diciembre» como lo dijo Neruda, para nosotros, para mí, sin mayores alardes ni arrogancia gastronómica, era solo un hacedor de salsas, acompañante de ensaladas ordinarias, gustoso, bonito, pero indiferente. Nunca lo asocié con la estética culinaria, jamás vi en él una entusiasta belleza, hasta que percibí su ausencia y su degradación.
Ese día me sentí empobrecida ante lo estéticamente elemental que puede tener un tomate, se trata solo de un color rojo, un tamaño simple y una limpieza sin rigor, para qué hablar de más.
Nunca imaginé que un tomate pudiera romper mi corazón, pensar que no mancharía mi mesa puesta con manteles blancos,  lista para esperar a los amigos.
La fealdad estaba frente a mis ojos, ya era parte de la cotidianidad. Me asustó. Aquella frase de la señora retumbaba en mi pecho como un tambor y me pregunté: ¿Si nos acostumbramos a esto? ¿Y si lo repulsivo comenzaba entonces a ser parte de nuestra vida normal? 
Salí de allí recordando mis tiempos universitarios, Cuba, La Unión Soviética, Chile, pensando en la mentira y cantando… La yerba de los caminos la pisan los caminantes y a la mujer del obrero la pisan 4 tunantes de esos que tienen dinero… qué culpa tiene el tomate de estar tranquilo en la mata y viene un hijo de puta y lo mete en una lata y lo manda pa´Caracas
Ya ni eso…Caracas dejó de ser un destino, hasta para las latas de tomates