lunes, 13 de diciembre de 2010

Golpe a golpe, verso a verso...

¡Cayó Carlos Andrés! Fue el grito que me despertó la madrugada de aquel 27 de noviembre, seguido de una imagen de televisión, clavada como un pathos en mi memoria, que me hizo imaginar que estaba por comenzar una opereta.
Ese día, cuando recién podía conocer la barrera del silencio, pero hecha añicos, se iniciaba una historia que lucía la misma cara de los aparecidos en aquella imagen del televisor. Un escurrido vestido de militar que le temblaba el arma en sus manos; un gordo de franela rosada que malgastaba la estética sin pudor y sin reparo y un tercero, que por fortuna casi no recuerdo, pero vaciaba definitivamente la incompetencia y el desaliento para cerrar aquel trío. Es la sombra que me queda de aquello.
Esa madrugada, dejaba fría a la democracia, la empalidecía como a un muerto, y es que estaba a punto de morir y lo presentía, así como el Inquieto Anacobero había muerto el día antes, él envejecido pero enfermo. Ella, joven y enferma como él.
El cielo empezó a relampaguear de insensatez, quería leer una minúscula crónica que había aparecido en uno de los diarios ese día sobre la muerte del preferido de Don Pedro Flores, pero no era posible, todo era confusión, nada se conocía, solo que Caracas estrenaba no sé si F16, mirages o Su-Khoi, porque esta jerga es nueva para mí, eran unos aviones que estremecían a las ranas que hasta entonces habían vivido en paz en los charquitos cercanos al Ávila.
Es que ese día vi cosas que solo en película tenía referencias, un hombre eyectó en La Carlota. Entre las bombas lanzadas, algunas estuvieron en contra de los golpistas o tal vez por la ineficiencia del gobierno golpeado, pero nunca explotaron. Era una batalla, algo así como una invasión, porque siempre creí que los invasores llegaban en avión, aún sigo sin saber si tengo o no razón.
Corría de una ventana a otra porque podía mirar algunas piruetas tipo tobogán en el Ávila, aún ni soñábamos con su nombre indígena, aunque desde siempre lo tuvo. Pensaba también, entre vuelo y vuelo, que apenas unos meses antes había entrevistado a Daniel Santos y esa había sido la última entrevista en Venezuela, ya enfermo pero con bríos aún me hablaba de sus amores, de sus once matrimonios, de un número desconocido de hijos y me decía que él no había sido malo con las mujeres, que solo les pegó cuando alguna de ellas se portó mal. Atónita con el recuerdo de sus respuestas, me ensordecía lo que viajaba por este valle de un lado para otro y mi terror iba superando mi recuerdo a Daniel.
A partir de aquella ruidosa y escandalosa madrugada mi despecho se movía entre la muerte de Daniel Santos y su legendaria «Yo no he visto a Linda, parece mentira…» o el haber adivinado la muerte súbita de la democracia.
Atrás quedaba la prosperidad, aunque falseada, pero ahí estaba, algo más que hoy había. Aquel país rico para algunos, y los pobres, segura estoy, con menos resentimiento. Hasta parecíamos felices, otras cosas teníamos a mano, el respeto no lo habíamos perdido, digo, del todo; despedíamos al país sin mirar atrás y sin entender lo bien que nos había tratado. Una avalancha de seguidores de aquello, ubicados en todos los estratos corrieron tras la aventura, tras la desaparición de los partidos políticos, a pesar de que se llamaban demócratas.
Muchos no advertían que ese día se convocaba al caos, a la mentira, al populismo; el llamado había comenzado en el primer fracaso, el del 4 de febrero. Para otros el llamado comenzaba para hacer la resistencia mientras que la democracia estaba en medio de aquella locura, herida de muerte, miraba desasistida y huérfana. Al fondo Yordano cantaba sin parar:
Por estas calles la compasión ya no aparece
y la piedad hace rato que se fue de viaje
cuando se iba la perseguía la policía
oye conciencia mejor te escondes con la paciencia.

Tantas veces la escuché y hasta comentando con mi buen amigo, Ibsen Martínez, nos peleamos más de una vez hablando de democracia y el desgaste de los partidos políticos, de su novela en tiempo real, una telenovela que marcó un espacio y abrió un capítulo nuevo en la historia. No quiero con esto culpar a una telenovela de lo sucedido, solo fue un poco de sal en aquel guiso.

Aquella frágil democracia que venía desgastándose en los barrios, en las elegantes urbanizaciones y «Por estas calles» ya tenía años implosionando con complicidades de anteriores protagonistas. Fueron muchos quienes empujaron esa carreta sin frenos, cargada de odio, de resentimiento, de improvisaciones, de vivezas y anti valores.
Hasta poco tiempo antes de aquellos sucesos, y con el desenfado que da tener 25 años menos, creía en  las revoluciones, en las transformaciones, todo muy deformado por Cuba, una Cuba que fue inspiración de muchos de mi época, donde no dejé que nadie me lo contara y hasta allá fui a parar.
La primera vez que fui creí que me encontraría con la isla del encanto, como no me bastó, la visité 3 veces más, creyendo que encontraría lo que mi corazón quería encontrar, pero cada vez se alejaba más de mí la isla de mis sueños. La justicia social que soñaba, las necesidades cubiertas y un mundo de paz. Nada de lo que veía tenía que ver con lo que me gustaba, con lo que militaba, con lo que me decía mi corazón que era bueno para vivir.
Censura, hambre y destrucción. Ideologización de niños y diría que hasta cinismo, aunque en aquella época prefería llamarlo de otra manera, no lo sé, me amarraba a los eufemismos para ver si la cosa no era tan cruel.
Me preguntaba por qué un Guillermo Cabrera Infante no podía ser leído en la isla y me aterraba aquello, porque yo había disfrutado, no solo de sus «Tres tristes tigres» en aquella excitante noche habanera, sino que en mi último viaje y desafiando aquella censura que aborrecía, llevaba conmigo «Mi Música Extremada», un libro donde el autor se deja seducir por Rosa Pereda para que ella se le acerque a través de once boleros y una serie de textos que crean éxtasis al lector. Dice Cabrera Infante en este libro que «el bolero es una aura, un ámbito y el lugar donde se encuentran la poesía y la música» Y es que acaso con este concepto de bolero no era suficiente para crearle una atmósfera especial a este cubano en su amada Habana, yo creo que sí.
Los cielos de mi Caracas seguían surcándolos los halcones de la guerra, causaban miedo, mucho miedo. Saltaba de un lugar a otro, abría y cerraba las ventanas para tratar de entender lo que no podía entender. Tampoco había relación entre las ventanas y la comprensión del suceso. Los medios ayudaban, el teléfono sonaba y yo no tenía ni respuesta ni reflexión alguna, todo me confundía más y más. De lo que estaba clara era que aquello era abominable. Me empezó a llegar el olor a muerte, a pólvora a pesar de que no explotaban las bombas. Sentía que la destrucción estaba cerca.
Una llamada —ya entrada la tarde— me avisó que un avión había salido a Perú, a Iquitos, una ciudad al norte de la capital, Lima y se llevaba a varios pilotos, golpistas ellos. Creí que todo había terminado, que ese era el fin. Qué lejos estuve.
Los discursos comenzaron a engalanar la noche. Reflexiones de políticos, intelectuales, diplomáticos y diputados no eran suficientes. Algunos justificaban lo sucedido, porque con hambre quién podría hablar de democracia, decía uno; eso era verdad. Todos hablaban con la verdad. Lo que había sucedido también era verdad. Mi dolor, mi miedo y mis consideraciones, seguían siendo verdad. La muerte de Daniel Santos era una triste verdad.
Intentaba hacer consciente algunas fantasías que se adentraban a mi cabeza sin permiso. Lo sabía porque tenía sensaciones corporales. Era como si parte de mi cuerpo se iluminaba con una lámpara infrarroja tratando de buscar un camino para salir de allí. Años después supe que eso se llama miedo y que el miedo puede aparecer de distintas maneras, el asunto es aprender a diferenciarlo. Claro, aquello era tan nuevo que también era nueva la forma de sentir ese particular miedo.
Aquel suceso inundaba mi psiquis y puedo recordar, años después del suceso que James Hillman decía que «la afirmación bíblica de que el miedo es el inicio de la sabiduría tiene un denso significado psicológico. El miedo no es meramente algo negativo que debe ser superado con el coraje o, en el mejor de los casos, un mecanismo instintivo protector; es más bien positivo, una forma de sabio consejo».
Me preguntaba si sería que el miedo intentaba decirme algo. Hoy estoy segura de que sí. Aquel horizonte de guerra aún lo tengo presente; en este presente, futuro de  ese ayer que huele a pasado. Me asusta que siga ahí corroyendo mi destino, marcado como mi sombra, dolorosa emoción que puede indicar la proximidad del peligro.
Sigo aún con la sensación de aquella madrugada altisonante y aterradora cuando los cielos de mi Caracas estaban histéricos de tanto ser violados y el legendario Daniel Santos desaparecía balbuceando «Sabrá Dios cuántos le estarán pintando ahora pajaritos en el aire» era su Linda de siempre. Venezuela se detuvo en la histeria, en una nueva forma que desconocíamos, aquella barrera del sonido tuvo su significado. Nos dejó hechos añico.


En mi barrio


En Caracas vivirás y  la vida pasarás cantando
Y si lejos tú te vas con Caracas estarás soñando
Billo’s Frómeta

Una corneta chillona aparece muy temprano en escena, ruidos y olores comienzan a confundirse.  El loco, el niño, el metro, la mujer embarazada, los amanecidos, las parejas que se despiden con un beso como si fuese el último, el camión de la basura intenta un espacio.

Mi calle amanece todos los días con olor a pan y harina dulce, mezclas de frutas, nueces y canela.

Me siento en un lugar especial donde puedo ver a un viejito que rueda su andadera como quien quiere jugar y empezar a vivir de nuevo; se adueña de la plaza tal como lo hacen los niños en la tarde. Es un turno tácito.

Yoli, la ecuatoriana del kiosko, con su mal humor te recomienda revistas extranjeras y al comenzar a hablar deja de lado su mala cara para seducirte a la compra.

Un espejo de agua refleja los edificios que alguna vez pertenecieron a una clase que ya no existe. Hoy es una clase medio media la que utiliza ese espacio que se parece a una ciudad y me permite deambular cada día como si algo se escondiera y tuviera que encontrarlo.

Un buen café en mi barrio te cuesta una mala cara, si lo acompañas de un cachito y un jugo de naranja el mal humor y las malas caras se multiplican, es como ver una hermosa ciudad sin dientes, porque se agotan las sonrisas.

Cada día recorro las calles y siento que debo pedir prestado unos pasos para andarlas más, trato de borrar con una caminata los pensamientos que se reproducen en mi mente y que me duelen de una ciudad que se sumerge en la inconsciencia, la ineptitud y en el desamor de muchos.

Una mujer de unos 60 años con gastada elegancia deambula por esas calles todos los días y a toda hora; su colección de bufandas, pañuelos y boinas la caracterizan y marcan su paso en cada esquina. Crees verla  risueña,  en contraste con las caras de quienes están detrás de algunos mostradores. Es escurridiza, tiene comentarios oportunos y en las manos lleva canela, manzanilla, tomillo y casabe. Una vez me dijo una vecina: «las calles estaban tan solas ese día que ni ella apareció».

Sigo en mí andar y pocas veces aparece mi valiente amiga, dispuesta a compartir experiencias, cuentos, historias y hasta mitos. Apasionada de los temas arquetipales, de la lectura de imágenes y de la interpretación onírica. Siempre tiene algo bueno qué decir, una de sus frases: «hay que escuchar el miedo». Recomienda libros para motivar la psique, habla de sueños y de Jung como si fuera él parte de este vecindario. Cuenta historias y canta en su lenguaje inconsciente como La Loba en el cuento de Clarissa Pínkola, para hacer que cada esquina cobre vida y hasta se mueva. Es mi amiga, la misma que habla de compasión, del arquetipo y de los sueños como parte de su vida cotidiana.

En la plaza de mi barrio algunos amantes toman las gradas por sorpresa e invocando al viento se dejan llevar como musas, entran en trance, se les desaparece el mundo. Otros a su lado simplemente leen, reposan.

Las niñas juegan y en su complicidad se dicen en secreto que quieren ser igualitas a la luna, salir solas y de noche.

Al norte el aguacero se coloca, aún no se desprende del cielo o de ese lugar donde  su caída espera la orden. El Ávila es el fondo de un gris que asusta.

Una acera, un rayado, locales comerciales pasan a mi andar y un taladro recorre mi columna, tiembla cada una de mis vértebras, será el desarrollo; otros dicen que es el ornamento, en fin, cosas nuevas que pasan en mi barrio.

Ahora me puedo sentar en un banco ancho y grande como una mesa de embajadores y desde allí divisar un triángulo que me hace soñar con una ciudad hermosa, arreglada y bien atendida, inteligente, peinadita y elegante, sencilla y limpia, dispuesta a recibir a mucha gente con palabras dulces, con sonrisas.

Caracas se ha convertido  solo en mi barrio, porque no quiero salir de allí; mi barrio es mi hogar y mi hogar es mi inmenso rincón desde donde medito la ciudad que tengo, la que sueño y la que imploro.