miércoles, 10 de julio de 2013

Diario de Barcelona

Tarde de un jueves de primavera en Barcelona
Ya habían anunciado la llegada al aeropuerto El Prat, y recordaba que un par de años antes, había amenazado a esta ciudad con conocerla más a lo profundo. Llegó el día y estaba allí entre palabras prometidas.
Mi corazón latía a un ritmo acelerado. Mucha emoción.
Eran las 5 de la tarde y mientras aterrizábamos, mis pensamientos se convertían en una sucesión de momentos vividos.
Sin abrir la maleta miraba alrededor del apartamento donde viviría por 3 meses, y casi sin creerlo dejé el cansancio a un lado y fui a encontrarme con una amiga, cómplice de alegrías a quien tenía dos años sin ver.
Las escaleras de mi nueva vivienda, me conducían no solo a la entrada principal del edificio o a la salida, según el caso, sino a una entrada secreta del hotel «La Condesa de Cardona» que tenía su puerta principal por otra calle. También me llevaban a la portería que, con una puerta de rejillas se lograba adivinar el espacio mínimo concebido para la conserje que con sus bigotes marcados mostraba su mal humor y se encargaba cosa que viví los días subsiguientes de vigilar el paso de todos, comer todo el día y de vez en cuando, limpiar las zonas erógenas de aquel edificio ubicado en el Barrio Gótico de la mágica ciudad de la Virgen del Mar.
Era mi primer día de 90 que me había regalado en Barcelona. Quería absorber la ciudad. Convertirme en serpiente, en águila, avanzar y descubrir la calle de «La Fiesta» donde cada vecino saca lo que tiene y lo pone al servicios de todo el que pase con banderas verdes, rojas y amarillas. Quería encontrar en algún bar una conversación inteligente, cualquier cosa que me encantara aún más, aunque fuera a Serrat, subiendo la cuesta en la calle donde se prendió la fiesta, o bebiendo con Sabina y adivinando las letras de sus canciones.
Ya en la calle  encontré que los caminos a mi alrededor eran felices todos, llenos de gente, colores de pieles, de cabellos, de ropas con colores a ritmo del Caribe.
Me detuve por un instante para hurgar un poco en mi conciencia y encontrar allí que la decisión de irme había sido la mejor, que no había destino alguno para culpas, que era un alma sola y capaz de decidir ser feliz a mi manera, sola, acompañada, en fin, conmigo, esa era mi verdad.
Debía llegar a un bar en Saint Andreu, creía recordar el camino y me enfilé hacia el mar. Me devoré las calles y sin darme cuenta llegué al lugar donde me esperaba mi amiga e hicimos la gran fiesta del encuentro, tropezábamos las palabras y sin dejarnos hablar, las historias se montaban una sobre la otra. Recuerdos, amores, desamores y por encima de todo, nostalgias que con el tiempo se habían tornado en espacios más suaves, risibles y amables. Nuestra conversación marcaba un hilo con el que habíamos tejido ya parte de nuestras vidas.
Una mañana de viernes sin cansancio
Acurrucada en una habitación tratando de descubrir en cada rincón mis nuevos espacios, un sonido característico me despertó. Las campanadas de la iglesia de María del Mar me llevaban uno, dos, tres, muchos años atrás hasta llegar a mi niñez y encontrar aquel sonido del Colegio Domingo Sabio, vecino de mi infancia. Mientras entraba el sol por una rendija, me enfrentaba a nuevas tareas en Barcelona. Debía terminar de escribir mi libro, ese era mi objetivo principal. Descubrir si como dicen algunos el bolero había nacido en España. Tremenda provocación para los cubanos. Pero esa era parte de mis tareas. También había pensado que ese sería un buen lugar para encontrarme conmigo desde la soledad, la distancia, los cierres que pretendía hacer desde el primer día y abrirme a nuevas experiencias.
Nunca tuve miedo a la soledad, la verdad no, pero voltearla aquí boca abajo, en la luz intensa de mi misma esencia, confieso que sí me estremecía un poco. Recordé entonces aquel verso de Rafael Alberti:
«A la soledad me vine, por ver si encontraba el río del olvido. Y en la soledad no había más que soledad sin río»
La verdad es que este viaje lo planifiqué con la excusa de vivir distinto, por lo menos 90 días. Me antojé de hacer un capítulo sobre el bolero en España y era mi aparente único pretexto y si esto no es un pretexto, entonces ¿qué es un pretexto? ¡Bolero en España!
Hoy comencé a armar una agenda para distribuir el tiempo y poder hacer todas las entrevistas previstas e incorporarlas al libro, pero solo en mi imaginación convertida en deseo, porque ese ritmo no mueve a los españoles, es algo que está en muy pocas almas. Pensé. Por lo menos con los que había hablado de este tema antes de llegar a España, esos comentarios me llevaban a esa conclusión.
A bañarme y a salir a comerme el mundo, porque se veía apetecible y sabroso…
Reconocimiento de la zona, primer día 9 de abril
Bajé y caminé por la Ronda Litoral para despejarme y buscar dónde comer, moría de hambre ¿y cómo no? si eran las 2 de la tarde, había dormido más de 14 horas y mi cuerpo pesaba más de lo que parecía. Me di cuenta que estaba viviendo en un lugar tocado más por los ángeles que por los mortales. El edificio donde vivía tenía dos frentes, uno daba al Barrio Gótico, y el otro a ese largo boulevard que bordea el litoral mediterráneo y desde donde puedo espiar barcos, museos y el barrio marítimo de La Barceloneta,  lugar éste que se ha convertido en mi favorito. El barrio de los arroces más deliciosos del mundo.
La sensación de mi estancia en Barcelona desde  que llegué fue que siempre había vivido allí, cada lugar de mi nuevo vecindario me resulta familiar, intento hacer mis días como si de toda la vida se tratara.
Ese día era único, cada día se me convertía en el día, sin plantearme nada más. Una forma de vida expresada no solo en hacer lo que quería hacer, había algo más, estar sola y tener tiempo para verme a mí misma. Quería escribir y dejar que la pasión y las emociones estuvieran por encima de los miedos y dejarlas correr, andar, que se entrecruzaran entre mi alma y mi cuerpo, plasmarlas en algún párrafo, disfrutar de ese tiempo que era mío. Me había atrevido y aquí estoy.
Con esa sensación seguí recorriendo aquellas calles en silencio,  miraba, caminaba. Reconocí cada lugar. Entré al bar Marsella. Saber que ese era el lugar favorito de Picasso, Hemingway y Dalí, era suficiente para sentarme y sacar mi cuaderno de apuntes. Tomé unas tapas, me quedé un par de horas allí, sentada observando cada paso, cada mirada de la gente, trataba de descubrir en ellos sus ojos trasnochados, teñidos algunos de negro, cuerpos tatuados. Miradas de amores cómplices, caras alargadas y aburridas por el trabajo quizás alegrías también, hurgaba y descubría quienes habían estado disfrutando la noche. Intentaba encontrar algo en cada uno, así comencé mi reconocimiento de la zona y de la gente. Saber que vivía tan cerca del Marsella me hacía sentir con alma de marinera, de artista, de gitana, qué se yo…
Eulalia y el cilantro, martes de abril
Pasaban los días y la mirada fisgona de la conserje a veces me inquietaba, pero los olores que de allí se escapaban me daba una sensación en mis papilas gustativas muy excitantes…todo olía a fresco, tal vez ella no.
Mientras recorría las escaleras que daban a ese primer piso de la portería, me abordó un olor familiar. ¿Cilantro? Sí, era cilantro, estaba segura, un olor nada español. Me sorprendió a tal punto que me detuve en su puerta y le pregunté que me parecía un poco extraño ese olor, pero muy agradable, haciéndole creer que no lo conocía.
Con desconfianza abrió la puerta de rendijas por donde me espiaba cada vez que bajaba y subía y lo menos que esperaba en ese momento era  una clase acerca del origen de esta hierba aromática.
Esta es una planta que en la antigüedad se usaba con poder medicinal en el Oriente Medio y que era además una ofrenda a los muertos.
Yo impresionada con la soltura que me hablaba del origen del cilantro, atónita y ya sentada en un espacio de 3 por 5 metros, no más, toda mi percepción de aquella señora cambiaba en un segundo.  Me dio a probar unas anchoas con tortilla y pimientos de piquillo y el plato acariciado por ese olor del cilantro. No lo podía creer. Estaba encantada con aquella degustación y esa historia que ella continuaba como si se la hubiese aprendido para mí.
Los españoles y especialmente los catalanes y vascos son muy aferrados a sus costumbres culinarias, así que el tema del cilantro en la cocina de Eulalia, no me dejaba de impresionar.
Me contaba que su hijo Bernat había vivido 10 años en Yemen, ahora estaba en Madrid y ella entrecruzaba la historia del cilantro, Yemen y Bernat con mucha sabrosura. Me  aconsejó que pusiera hierbas de cilantro debajo de mi almohada si algún día me dolía la cabeza y al despertarme, ya estaría sin dolor.
Claro, aquí no es fácil de conseguir.
Me advirtió. Pero me dio una dirección donde podía conseguir muchas hierbas, el cilantro entre otras.
Seguía sorprendida con los cuentos de Eulalia, tanto como la degustación de aquel plato con cilantro. La combinación de mi sabor con los sabores de ella, o más bien de España, de Cataluña. Desde ese día, fuimos amigas y ya no necesitó espiarme más, porque me preguntaba directamente qué hacía, con quién me veía, qué comía, qué fui a hacer a España y cualquier otra pregunta que se le ocurriera.
Increíble sentirme tan bien con Eulalia, ¡qué mujer! Era toda una sorpresa

Un ring y una invitación: «tienes una entrevista con Antonio Machín»
―¿Te vienes a Madrid el viernes?
Era la voz de un viejo amor que se renovaba cada tanto lo contacté antes de llegar a Barcelona, para contarle de mis planes, él estaba muy al tanto de mi libro y me invitaba el fin de semana a Madrid para conocer a Antonio Machín. Claro que no era el mismo, el de «Los angelitos negros», era un periodista que se llamaba igual, pero que había conocido al cantante 20 años atrás y le había hecho una entrevista, así que a Alberto mi amigo, mi viejo amor le pareció una buena excusa para vernos y encontrar en Machín, algún lado interesante sobre el otro Machín para incorporarlo a mi libro.
De inmediato respondí
Era maravilloso porque no tenía que dejar nada listo para irme, vivía el día, el momento, nada qué preparar, solo un maletín, buscar el boleto en la estación Francia que me quedaba muy cerca, llegar media hora antes, solo por la costumbre latina de que las cosas no funcionan y por si acaso…lo demás estaba listo.
Le conté a Eulalia que iría a Madrid, porque me imaginé que me podía dar algo para su hijo, me hizo pasar y adiviné su soledad. Esta vez probé un caldo con chorizos. Mientras lo disfrutaba, me contó algo de su hijo entre palabras confundidas, me dijo que algún día me contaría más de su historia. No quise preguntar nada, pero tampoco era difícil imaginar que algo se había roto entre ellos y los placeres del paladar eran para Eulalia un desahogo, una catarsis tal vez, su bolero.
Y por eso me atreví a preguntarle si le gustaba el bolero, adivinando que no sabría de qué le hablaba, pero con la excusa de cambiar el tema. Me sorprendió nuevamente cuando me dijo que le gustaba Moncho, el gitano catalán que cantaba boleros en esa lengua, sacó un par de discos de pasta y me dijo que al regresar de Madrid fuera para cenar con ella y escuchar boleros.
Eulalia es una cajita de sorpresas.
Me dispuse a hacer mi maleta pensando en ese fin de semana en Madrid y me hacía mucha ilusión.

Viernes, sábado y domingo
Llegué a la estación Francia a las 8 de la mañana, el tren salió a las 8,25. Todo era perfecto, suave, agradable. Llevé para mi viaje el epistolario de Sigmund Freud que compré en una librería de libros usados en el Barrio Gótico. Era una recopilación hecha por su hijo Ernest Freud de las cartas que su padre había enviado a amigos, colegas e hijos con la intención de mostrar al mundo un  cara distinta de su padre, no solo la del médico psicoanalista, sino la del hombre, el padre, el amigo y entre paisajes y Freud, el viaje se me hizo muy corto y al llegar a la estación de Atocha estaba Alberto esperándome muy sonreído y con un programa para mí, tan especial como él.
El itinerario comenzó con un paseo por Madrid esa tarde, me tenía reservada un par de horas al museo Thyssen, porque sabía que me encantaba. Casualidades de la vida que había una retrospectiva de Luciano Freud, artista británico que plasma en su trabajo el cuerpo y las emociones. Seguía la agenda de viaje y el almuerzo estaba contemplado en un restaurant Marroquín, que se llama «La cocina del desierto». Muy a lo madrileño, a las 11 de la noche era nuestra cita con Antonio Machín en un bar tranquilo, escogido especialmente para una conversación como esa.
Llegamos a la hora y Machín, colega periodista nos esperaba con un dry Martini, y un gesto de placidez, sentado en la barra.
Fue una grata conversación, me contó de la sencillez de aquel hombre, su tocayo, que había estado casado con una sevillana y se quedó en España para siempre, que cantó y vivió una vida entera para el bolero. Machín, el periodista me dijo «El bolero nació por allá» refiriéndose a América; él descarta el nacimiento del bolero en España. Como fue descartado por todos los entrevistados. Esa era mi pregunta central, quería provocar a los latinos, especialmente a los cubanos, con la teoría de un posible nacimiento del género en España, pero no, no fue así.
Machín seguía hablando de Machín y me contaba de su biografía y hasta un dicho recurrente en España entre personas de edades serias que es «eso está más sonado que las maracas de Machín»
No imaginé que al despedirnos, sería para siempre, Machín, el periodista, era uno de los mejores amigos de Alberto. Y me decía hace unos días cuando murió, «Madrid no es lo mismo ya. Antonio era el verbo de la noche». (NOTA APARTE)
El sábado era día de paseo y más comida, pero esta vez comimos saltando, es decir, de lugar en lugar, empezamos con unas sardinas acompañadas de una sidra asturiana, luego caminamos y fuimos a otro bar de la zona de Chamartín y comimos aceitunas, albóndigas y calamares, esta vez con un afrutado vino blanco. Había que probar un chorizo hecho por un octogenario y cumplimos con ello, hasta  llegar a la hora de descanso porque la frittata, como también se le llama el tapeo en Madrid, había hecho lo suyo.
El domingo, ya era un día de despedida y para recorrer El Rastro, un mercado fascinante. Alberto me llevó directamente a ver los radios antiguos, aparatos que por muchos años coleccioné hasta que los espacios de mis casas hicieron reducir mi colección. Por fortuna, algunos están en manos de amigos queridos.
En El Rastro encontré un olor a cilantro nuevamente y le conté a Alberto la historia de Eulalia, él me dijo que sí, en efecto, desde hace poco tiempo en España empiezan a cruzarse olores y sabores venidos de muchas otras partes, incluyendo el cilantro ―que no gusta tanto como en América― y frutas tropicales como mango y piña que aunque son consideradas a precios de joyería, son muy cotizadas y bienvenidas a las mesas de los españoles de buen paladar.
Ya llegaba la hora de despedida en Atocha, muchas cosas buenas del fin de semana. Con mi amor recurrente todo tiempo pasaba bonito. Un abrazo y un adiós. Otro.

Lunes, hay que empezar a escribir
Hoy tengo algo más de una semana por estos lares y siento que he vivido tan intensamente que me parece un año.
Es hora de comenzar con mi tarea. Me hice un horario. Dormir hasta que ya se acabe el sueño, levantarme ir a caminar y dedicar por lo menos 10 minutos a Eulalia, desayunar, sentarme a escribir hasta las 5 de la tarde. Claro que había comenzado a la 1. Acicalarme y hacer el recorrido de bares y lugares donde quería estar con amigos, a quienes tenía tiempo sin ver. Comer, conversar, disfrutar. Estaba segura que ordenada así, podría hacer todo.
Ese lunes era un día de lluvia, gris y un poco triste por lo menos para mí. Aunque en primavera, pero el clima cambia y hoy se pone a mi favor para poderme quedar en casa y arrancar esta crónica sobre el bolero en España. Aunque cualquier excusa siempre será buena para escribir, tomar vino y pensar en lo maravilloso que es amar a través del bolero, entristecerse recordando historias y sabiendo que siempre habrá un bolero que te haga amar de nuevo. Es como si con el bolero pudieras manejar las emociones y colocarlas de acuerdo con las necesidades del corazón, por eso escucho boleros mientras escribo, practico los estados de ánimo, los gozo y a la final tal vez hasta logre el objetivo, aún no sé cuál será, a veces estar triste y otros  alegre, emocionada, meditabunda, en fin, todo vale siempre que el bolero ayude en esa transformación.
Con la ayuda de esa conversación de fin de semana, arranqué mis primeras páginas del último capítulo, en mi cabeza rondaba la invitación de Eulalia, escuchar a Moncho cantando boleros en catalán me resultaba seductor. Debo confesar que también me animaba algún plato de esos que desafiaban mi paladar.
Esa noche tenía la excusa de entregarle un recuerdo de Madrid a Eulalia, bajé a llevárselo y me invitó a pasar, levantó el teléfono y dijo: «veuen que ha arribat». Me miró y me dijo, viene Adriá, él trabaja en el hotel y le gusta el bolero, ya le hablé de ti y quiere conocerte.

Llegó Adriá, un joven tatuado que de lo menos que tenía cara era de ser amante del bolero, pero comenzamos a hacer lo propio en casa de Eulalia, comer, ella enchufó un tocadiscos, luego de desempolvarlo y puso el disco de Moncho cantando en catalán. Mientras lo escuchábamos, Adriá me hablaba de Mayte Martín, otra catalana, una de las representantes más admiradas del flamenco en esta región y una de las mejores voces femeninas de toda su generación —si no la mejor— que había grabado dos CD’s de boleros. Ella ha cantado con Moncho y con Omara Portuondo. Me habló de Lucrecia, una cubana – catalana. También me contó de Antonio Machín. Soltaba algunos nombres como Martirio, Luz Casale y se transformaba, era como si desdibujaba los tatuajes de su cuerpo.
Escuchar a Adriá hablar con tal propiedad del bolero me hizo pensar que estaba en el lugar perfecto. Mis amigos catalanes me hablaban de bolero como piezas de intelectualidad que no pasaban jamás por la emoción. Pero ellos dos sí sabían de lo que hablaban, Adriá conocía a Mayte, Omara, Machín, Lucrecia. Eulalia admiraba a Moncho. En Barcelona sí había almas de boleros -pensé. Subí a mi apartamento a buscar música, les presenté a otros cantantes cubanos, venezolanos. A las 2 de la mañana Felipe Pirela cantaba Únicamente tú eres el todo de mi ser,  en aquel lugar con olores maravillosos, ya a esas horas el olor más fuerte era el de un vino de Rioja que llevó Adriá. Esa noche fue larga, Eulalia ni miró por las rendijas. Todo era bolero, vino y recuerdos.
Ninguna noche habría sido mejor que esa para celebrar que ese día había comenzado a escribir mi crónica sobre el bolero.
Mi conclusión fue que el bolero no nació en España, definitivamente su cuna es Cuba, pero valió la pena la excusa del viaje…Los días siguieron, se completaron los 90 como estaba previsto. Terminé el capítulo y con él, el libro. En enero del año siguiente, estaba bautizando «La noche de anoche», el libro que contenía el capítulo de España. Alberto fue el padrino, además escribió el prólogo y continúa siendo un amor recurrente.

Eulalia murió, Adriá ya no está en el hotel La Condesa de Cardona, pero tiene el libro en sus manos, eso sí lo sé.