domingo, 12 de febrero de 2012

"La injusticia es violencia contra la caridad"

Mi paso quedó marcado en el polvo, en medio de una plaza poco cuidada de la ciudad, donde niños y desempleados conjugan el mismo verbo en medio del desamparo. A la derecha una oficina pública, muy pública y una estación del METRO donde la gente acelera el caminar para alcanzarlo, esperando que funcione y que nadie haya decidido su final allí, ese día. A la izquierda una avenida grande, inmensa y descuidada, uno que otro kiosko con fritangas. Perros con miradas tristes y olor a abandono, cuerpos hambrientos, a la espera de quién sabe qué.
Ver niños en una plaza sería normal en cualquier ciudad, incluyendo la nuestra. Pero ver a un niño exhibir su desnudez con un trozo elemental de comida entre sus deditos, no lo es tanto. Verlo con señales de muerte temprana marcadas en su pancita, tampoco.
Lo particular, tal vez sea que él vive en la oficina pública, allí recibe migajitas de vivienda, de comida y de cobijo en una patria desarmada en pedacitos, sin encontrar un marco para volverla a armar. Pero eso sí, armada hasta los dientes para protegerla de quién sabe quién o de quién sabe qué final. En esas oficinas, se manejan papeles de qué se yo, y se negocia con Estados grandotes y millonarios mientras él duerme en el cubículo de al lado. La plaza es como el patio de su casa, solo que no le pertenece, tampoco podría tener las cosas que él quisiera, como un simple pollito,  una mata de mango,  un perro. No puede tener nada,  menos aún recuerdos, como esos que llegan cuando ya uno está grande y por años los ha guardado en algún lugar de la memoria y aparece el día –sin darnos cuenta-  que tu corazón los activa.
Mi tristeza no sé si se parezca siquiera a la de él que viene de un vientre carcomido por el hambre, un cuerpo que seguramente no tuvo cuidado alguno, una madre que le tocó escenificar la pobreza. Un embarazo como si «le hubiesen limpiado pulcramente el aparato digestivo», como lo diría el poeta Otto René Castillo; pero ahora recibe una limosna de lo mucho que le pertenece, eso que no se sabe adónde ha ido a parar, a los bolsillos de un desaliñado funcionario que ahora hace «negocios». Quién sabe si a paisajes extraños y diversos. Y me pregunto, ahora cuál será la misión en su vida.
Él, José, Yakson, guiliam o Yosner,  son los niños de la patria. Ellos forman parte de esas familias que en un eufemismo revolucionario se les llama «dignificados» como si a la gente se le dignificara con limosnas, como si la tristeza que a nosotros nos conmueve y a ellos los marca para siempre, no acabara con sus recuerdos y su infancia, como si la dignidad se pudiera canjear por caridad. Como si la falta de amor con la que viven no fuera evidente. Como si la desatención, el hambre, el sueño, el frío la insalubridad no les va a dejar una huella indeleble, esa que nunca se marcaron sus padres –en el meñique- para elegir un futuro cierto, distinto, digno.
La dádiva pretende paralizar su acción, mantenerlos en estado catatónico. Mientras tanto ese vacío en su aparato digestivo, no es ni tan grande cuando nos perdemos en el abismo de un espíritu hambriento.
Y es que la pobreza es como un estado de muerte. Inerte,  frío, donde nada ocurre, donde la energía que te anima a ser feliz no existe. Él, José, Yakson, Guiliam o Yosner están allí, esperando no una limosna, sino justicia, porque «La injusticia es violencia contra la caridad», en recuerdo a Mario Briceño Iragorry