martes, 12 de abril de 2011

DESTIERRO

Virgilio Piñera fue su cómplice y desde su retrato guardó el silencio de una muerte anunciada por «el insulto de la vejez», creyó siempre que la vejez era eso, entonces, ¿para qué traspasar esa barrera? Fue más fácil o quién sabe si por no mendigar un rato más de su existencia; tal vez más cobarde, ingerir alcohol y ansiolíticos para dejar que las cicatrices fueran tales y convertirlas en hojas de su prosa.
Increpó con su mirada y su deseo aquel retrato para advertirle que necesitaba 3 años para finalizar su obra que sería una venganza a casi todo el género humano.
Una venganza en él era solo una herencia de esbirros y machistas que habían marcado su existencia, sus delirios y su musa.
Crítico del comunismo, como todo amante de la libertad; responsabilizó de su muerte al tirano de la isla.
En su inmensa desnudez se paseaba todos los días entre las malezas del Parque Lenin en La Habana,  para sacar luz del resplandeciente sol y escribir a escondidas, como si la literatura fuera un acto de subversión, y volver a guardarse cada anochecer.
Un día a unos 40 grados tal vez, sentada en los jardines de la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos, rodeada de burócratas que se dedicaban a escribir en el único periódico de la isla, otros a repetir y emular los discursos del dictador en la radio, me vino a la mente la vida de aquel diminuto ser que por homosexual, amante de la libertad y anti comunista había sido desterrado.
Mi estómago comenzó a dar vueltas como si mis pensamientos estuvieran allí, comencé a ver a los burócratas convertidos en esbirros, porque a fin de cuenta eso eran también. Se hacían llamar periodistas y justificaban la existencia de un periódico sin noticias.
Aunque mi presencia allí era para hablar de boleros y boleristas, tema imparcial y ajustado a otros placeres, percibía una línea extraña entre el pasado y el futuro, donde todo estaba marcado por códigos, prohibiciones y desconfianza. Se imponía una evidente mutación al pensamiento crítico y una gestión social fracasada con olor a naftalina.
Reinaldo Arenas deambulaba por aquellos pensamientos míos. Lo pensaba entre las malezas haciendo literatura a escondidas para que la absurda justificación de estos seres, no acabara con su disidente prosa.
Mi estómago no paraba de moverse y mi lengua fatigada de no hablar comenzaba a tomar vuelo, sin ninguna solemnidad, porque el verbo que se masticaba allí era parte de aquel infierno que había hecho cicatrices en Arenas.
Me preguntaba si esa historia tenía sentido o más bien cuál era el sentido de la historia. Si los pensamientos se arrinconaban junto a las críticas para complacer al poder, entonces qué era lo que valía la pena.
Todos allí se hacían llamar periodistas, pero sin entender que vivían en una sociedad tensa, asustada, callada y mentirosa que intentaba disimular su dolor con el rayito de son que aún quedaba.
¿Periodistas?, como si ser periodista no tuviese implícito el valor de la denuncia o la irreverencia en la pregunta, como si solo fuera un remoquete sin responsabilidad con una sociedad que lo implora, porque en La Habana y en los jardines de la UNEAC se siente el lloro por una verdad que no llega.
Seguía imaginando el recorrido del poeta, del novelista, produciendo su obra entre malezas, robando luz al día antes que llegara el anochecer. Ya para ese momento, el autor de «La insoportable fealdad de García Márquez» estaría en Nueva York, quien sabe si en París, Madrid o Caracas, pero no estaba ahí y aunque su destierro fue una huida a la crueldad, sabía que no estaba preso en el asco o escapando a cada momento, huyó de aquel martirio.
La hoz había llegado para cortar toda belleza que pudiera desnudar la libertad, como si acaso ella no hubiese nacido desnuda. Creía cortar también los versos en el aire y como no pudo los convirtió en prohibidos. Quería acabar con el pensamiento del amor oscuro, como lo llamó alguna vez Federico García Lorca. Y es que «los artistas crean cosas bellas y lo bello no le interesa a la revolución» bien dicho alguna vez por Lezama Lima.
Mis pensamientos se precipitaban, mientras las palabras de los esbirros se repetían entre chistes malos intentando deshacer mi imaginación, yo estaba en estado catatónico. Recordaba los monstruos a los que se refería Arenas en «Otra vez el mar», sin duda uno de ellos era el que había convertido a estos burócratas en autómatas y repetidores. Razón tuvo –tal vez- de decir que Cuba es un país que produce canallas, delincuentes, demagogos y cobardes en relación desproporcionada a su población.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.

Así fue su Autoepitafio, el nombre de este poema que escribiría Reinaldo Arenas poco antes de morir. Tal vez por eso, a sus más íntimos amigos no les sorprendió su muerte. Dicen que agradeció a Virgilio Piñera, ante su retrato, el haberle guardado su secreto. Aunque esa no fue la única vez que lo intentó, si fue la definitiva.
Arenas logró salvar los primeros capítulos de su obra, Antes que anochezca desde sus propias entrañas. Salvó también la alegría en su prosa que contrastaba con la agonía de su vida; salvó la ideología y la libertad. Dijo alguna vez que  ni siquiera con las cadenas, el pensamiento dejará de ser libre.
Hay hoy un legado de terror, como él mismo lo dijo alguna vez; una lección de amor a la prosa, desenfado en su escritura, sexualidad sin decoro, su mar, su isla y un eterno recuerdo por su máquina de escribir, única riqueza material que atesoró y alguna vez le robaron en Nueva York, ciudad donde murió aquel 7 de diciembre.