lunes, 13 de diciembre de 2010

En mi barrio


En Caracas vivirás y  la vida pasarás cantando
Y si lejos tú te vas con Caracas estarás soñando
Billo’s Frómeta

Una corneta chillona aparece muy temprano en escena, ruidos y olores comienzan a confundirse.  El loco, el niño, el metro, la mujer embarazada, los amanecidos, las parejas que se despiden con un beso como si fuese el último, el camión de la basura intenta un espacio.

Mi calle amanece todos los días con olor a pan y harina dulce, mezclas de frutas, nueces y canela.

Me siento en un lugar especial donde puedo ver a un viejito que rueda su andadera como quien quiere jugar y empezar a vivir de nuevo; se adueña de la plaza tal como lo hacen los niños en la tarde. Es un turno tácito.

Yoli, la ecuatoriana del kiosko, con su mal humor te recomienda revistas extranjeras y al comenzar a hablar deja de lado su mala cara para seducirte a la compra.

Un espejo de agua refleja los edificios que alguna vez pertenecieron a una clase que ya no existe. Hoy es una clase medio media la que utiliza ese espacio que se parece a una ciudad y me permite deambular cada día como si algo se escondiera y tuviera que encontrarlo.

Un buen café en mi barrio te cuesta una mala cara, si lo acompañas de un cachito y un jugo de naranja el mal humor y las malas caras se multiplican, es como ver una hermosa ciudad sin dientes, porque se agotan las sonrisas.

Cada día recorro las calles y siento que debo pedir prestado unos pasos para andarlas más, trato de borrar con una caminata los pensamientos que se reproducen en mi mente y que me duelen de una ciudad que se sumerge en la inconsciencia, la ineptitud y en el desamor de muchos.

Una mujer de unos 60 años con gastada elegancia deambula por esas calles todos los días y a toda hora; su colección de bufandas, pañuelos y boinas la caracterizan y marcan su paso en cada esquina. Crees verla  risueña,  en contraste con las caras de quienes están detrás de algunos mostradores. Es escurridiza, tiene comentarios oportunos y en las manos lleva canela, manzanilla, tomillo y casabe. Una vez me dijo una vecina: «las calles estaban tan solas ese día que ni ella apareció».

Sigo en mí andar y pocas veces aparece mi valiente amiga, dispuesta a compartir experiencias, cuentos, historias y hasta mitos. Apasionada de los temas arquetipales, de la lectura de imágenes y de la interpretación onírica. Siempre tiene algo bueno qué decir, una de sus frases: «hay que escuchar el miedo». Recomienda libros para motivar la psique, habla de sueños y de Jung como si fuera él parte de este vecindario. Cuenta historias y canta en su lenguaje inconsciente como La Loba en el cuento de Clarissa Pínkola, para hacer que cada esquina cobre vida y hasta se mueva. Es mi amiga, la misma que habla de compasión, del arquetipo y de los sueños como parte de su vida cotidiana.

En la plaza de mi barrio algunos amantes toman las gradas por sorpresa e invocando al viento se dejan llevar como musas, entran en trance, se les desaparece el mundo. Otros a su lado simplemente leen, reposan.

Las niñas juegan y en su complicidad se dicen en secreto que quieren ser igualitas a la luna, salir solas y de noche.

Al norte el aguacero se coloca, aún no se desprende del cielo o de ese lugar donde  su caída espera la orden. El Ávila es el fondo de un gris que asusta.

Una acera, un rayado, locales comerciales pasan a mi andar y un taladro recorre mi columna, tiembla cada una de mis vértebras, será el desarrollo; otros dicen que es el ornamento, en fin, cosas nuevas que pasan en mi barrio.

Ahora me puedo sentar en un banco ancho y grande como una mesa de embajadores y desde allí divisar un triángulo que me hace soñar con una ciudad hermosa, arreglada y bien atendida, inteligente, peinadita y elegante, sencilla y limpia, dispuesta a recibir a mucha gente con palabras dulces, con sonrisas.

Caracas se ha convertido  solo en mi barrio, porque no quiero salir de allí; mi barrio es mi hogar y mi hogar es mi inmenso rincón desde donde medito la ciudad que tengo, la que sueño y la que imploro. 

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