«Sólo el afán de un náufrago podría remontar este infierno que aborrezco... »
Reinaldo Arenas
Reinaldo Arenas
Destierro y son
Virgilio Piñera
fue su cómplice y desde su retrato guardó el silencio de una muerte anunciada
por «el insulto de
la vejez», creyó siempre que la vejez era eso, entonces, ¿para qué traspasar esa
barrera? Fue más fácil o quién sabe si por no mendigar un rato más de su
existencia; tal vez más cobarde, ingerir alcohol y ansiolíticos para dejar que
las cicatrices fueran tales y convertirlas en hojas de su prosa.
Increpó con su
mirada y su deseo aquel retrato para advertirle que necesitaba 3 años para
finalizar su obra que sería una venganza a casi todo el género humano.
Una venganza en
él era solo una herencia de esbirros y machistas que habían marcado su
existencia, sus delirios y su musa.
Crítico del
comunismo, como todo amante de la libertad; responsabilizó de su muerte al
tirano de la isla.
En su inmensa
desnudez se paseaba todos los días entre las malezas del Parque Lenin en La
Habana, para sacar luz del
resplandeciente sol y escribir a escondidas, como si la literatura fuera un
acto de subversión, y volver a guardarse cada anochecer.
Un día a unos
40 grados tal vez, sentada en los jardines de la Unión Nacional de Escritores y
Artistas Cubanos, rodeada de burócratas que se dedicaban a escribir en el único
periódico de la isla, otros a repetir y emular los discursos del dictador en la
radio, me vino a la mente la vida de aquel diminuto ser que por homosexual,
amante de la libertad y anti comunista había sido desterrado.
Mi estómago
comenzó a dar vueltas como si mis pensamientos estuvieran allí, comencé a ver a
los burócratas convertidos en esbirros, porque a fin de cuenta eso eran
también. Se hacían llamar periodistas y justificaban la existencia de un
periódico sin noticias.
Aunque mi
presencia allí era para hablar de boleros y boleristas, tema imparcial y
ajustado a otros placeres, percibía una línea extraña entre el pasado y el
futuro, donde todo estaba marcado por códigos, prohibiciones y desconfianza. Se
imponía una evidente mutación al pensamiento crítico y una gestión social
fracasada con olor a naftalina.
Reinaldo Arenas
deambulaba por aquellos pensamientos míos. Lo pensaba entre las malezas
haciendo literatura a escondidas para que la absurda justificación de estos
seres, no acabara con su disidente prosa.
Mi estómago no
paraba de moverse y mi lengua fatigada de no hablar comenzaba a tomar vuelo, sin
ninguna solemnidad, porque el verbo que se masticaba allí era parte de aquel
infierno que había hecho cicatrices en Arenas.
Me preguntaba
si esa historia tenía sentido o más bien cuál era el sentido de la historia. Si
los pensamientos se arrinconaban junto a las críticas para complacer al poder,
entonces qué era lo que valía la pena.
Todos allí se
hacían llamar periodistas, pero sin entender que vivían en una sociedad tensa, asustada,
callada y mentirosa que intentaba disimular su dolor con el rayito de son que
aún quedaba.
¿Periodistas?, como
si ser periodista no tuviese implícito el valor de la denuncia o la
irreverencia en la pregunta, como si solo fuera un remoquete sin
responsabilidad con una sociedad que lo implora, porque en La Habana y en los
jardines de la UNEAC se siente el lloro por una verdad que no llega.
Seguía imaginando
el recorrido del poeta, del novelista, produciendo su obra entre malezas,
robando luz al día antes que llegara el anochecer. Ya para ese momento, el
autor de «La
insoportable fealdad de García Márquez» estaría en Nueva
York, quien sabe si en París, Madrid o Caracas, pero no estaba ahí y aunque su
destierro fue una huida a la crueldad, sabía que no estaba preso en el asco o escapando
a cada momento, huyó de aquel martirio.
La hoz había
llegado para cortar toda belleza que pudiera desnudar la libertad, como si
acaso ella no hubiese nacido desnuda. Creía cortar también los versos en el
aire y como no pudo los convirtió en prohibidos. Quería acabar con el
pensamiento del amor oscuro, como lo llamó alguna vez Federico García Lorca. Y
es que «los artistas crean cosas bellas y lo bello no le interesa a la
revolución» bien dicho alguna vez por Lezama Lima.
Mis pensamientos
se precipitaban, mientras las palabras de los esbirros se repetían entre
chistes malos intentando deshacer mi imaginación, yo estaba en estado
catatónico. Recordaba los monstruos a los que se refería Arenas en «Otra vez el mar», sin duda uno
de ellos era el que había convertido a estos burócratas en autómatas y
repetidores. Razón tuvo –tal vez- de decir que Cuba es un país que produce
canallas, delincuentes, demagogos y cobardes en relación desproporcionada a su
población.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.
Así fue su Auto
epitafio, el nombre de este poema que escribiría Reinaldo Arenas poco antes de
morir. Tal vez por eso, a sus más íntimos amigos no les sorprendió su muerte.
Dicen que agradeció a Virgilio Piñera, ante su retrato, el haberle guardado su
secreto. Aunque esa no fue la única vez que lo intentó, si fue la definitiva.
Arenas logró
salvar los primeros capítulos de su obra, Antes que anochezca desde sus propias
entrañas. Salvó también la alegría en su prosa que contrastaba con la agonía de
su vida; salvó la ideología y la libertad. Dijo alguna vez que ni siquiera con las cadenas, el pensamiento
dejará de ser libre.
Hay hoy un
legado de terror, como él mismo lo dijo alguna vez; una lección de amor a la
prosa, desenfado en su escritura, sexualidad sin decoro, su mar, su isla y un
eterno recuerdo por su máquina de escribir, única riqueza material que atesoró
y alguna vez le robaron en Nueva York, ciudad donde murió aquel 7 de diciembre.
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