Tarde de un
jueves de primavera en Barcelona
Ya
habían anunciado la llegada al aeropuerto El Prat, y recordaba que un par de
años antes, había amenazado a esta ciudad con conocerla más a lo profundo.
Llegó el día y estaba allí entre palabras prometidas.
Mi
corazón latía a un ritmo acelerado. Mucha emoción.
Eran
las 5 de la tarde y mientras aterrizábamos, mis pensamientos se convertían en
una sucesión de momentos vividos.

Las
escaleras de mi nueva vivienda, me conducían no solo a la entrada principal del
edificio o a la salida, según el caso, sino a una entrada secreta del hotel «La Condesa de Cardona» que tenía su puerta principal por otra calle.
También me llevaban a la portería que, con una puerta de rejillas se lograba adivinar
el espacio mínimo concebido para la conserje que con sus bigotes marcados
mostraba su mal humor y se encargaba ―cosa que viví
los días subsiguientes― de vigilar el paso
de todos, comer todo el día y de vez en cuando, limpiar las zonas erógenas de
aquel edificio ubicado en el Barrio Gótico de la mágica ciudad de la Virgen del
Mar.
Era
mi primer día de 90 que me había regalado en Barcelona. Quería absorber la
ciudad. Convertirme en serpiente, en águila, avanzar y descubrir la calle de «La Fiesta» donde cada
vecino saca lo que tiene y lo pone al servicios de todo el que pase con
banderas verdes, rojas y amarillas. Quería encontrar en algún bar una
conversación inteligente, cualquier cosa que me encantara aún más, aunque fuera
a Serrat, subiendo la cuesta en la calle donde se prendió la fiesta, o bebiendo
con Sabina y adivinando las letras de sus canciones.
Ya
en la calle encontré que los caminos a
mi alrededor eran felices todos, llenos de gente, colores de pieles, de
cabellos, de ropas con colores a ritmo del Caribe.
Me
detuve por un instante para hurgar un poco en mi conciencia y encontrar allí
que la decisión de irme había sido la mejor, que no había destino alguno para
culpas, que era un alma sola y capaz de decidir ser feliz a mi manera, sola,
acompañada, en fin, conmigo, esa era mi verdad.
Debía
llegar a un bar en Saint Andreu, creía recordar el camino y me enfilé hacia el
mar. Me devoré las calles y sin darme cuenta llegué al lugar donde me esperaba
mi amiga e hicimos la gran fiesta del encuentro, tropezábamos las palabras y
sin dejarnos hablar, las historias se montaban una sobre la otra. Recuerdos,
amores, desamores y por encima de todo, nostalgias que con el tiempo se habían
tornado en espacios más suaves, risibles y amables. Nuestra conversación
marcaba un hilo con el que habíamos tejido ya parte de nuestras vidas.
Una mañana de viernes sin
cansancio
Acurrucada
en una habitación tratando de descubrir en cada rincón mis nuevos espacios, un
sonido característico me despertó. Las campanadas de la iglesia de María del
Mar me llevaban uno, dos, tres, muchos años atrás hasta llegar a mi niñez y
encontrar aquel sonido del Colegio Domingo Sabio, vecino de mi infancia. Mientras
entraba el sol por una rendija, me enfrentaba a nuevas tareas en Barcelona.
Debía terminar de escribir mi libro, ese era mi objetivo principal. Descubrir
si ―como dicen algunos― el bolero
había nacido en España. Tremenda provocación para los cubanos. Pero esa era parte
de mis tareas. También había pensado que ese sería un buen lugar para encontrarme
conmigo desde la soledad, la distancia, los cierres que pretendía hacer desde el
primer día y abrirme a nuevas experiencias.
Nunca
tuve miedo a la soledad, la verdad no, pero voltearla aquí boca abajo, en la
luz intensa de mi misma esencia, confieso que sí me estremecía un poco. Recordé
entonces aquel verso de Rafael Alberti:
«A la soledad me vine, por ver si encontraba el río
del olvido. Y en la soledad no había más que soledad sin río»
La
verdad es que este viaje lo planifiqué con la excusa de vivir distinto, por lo
menos 90 días. Me antojé de hacer un capítulo sobre el bolero en España y era
mi aparente único pretexto y si esto no es un pretexto, entonces ¿qué es un
pretexto? ¡Bolero en España!
Hoy
comencé a armar una agenda para distribuir el tiempo y poder hacer todas las
entrevistas previstas e incorporarlas al libro, pero solo en mi imaginación
convertida en deseo, porque ese ritmo no mueve a los españoles, es algo que
está en muy pocas almas. Pensé. Por lo menos con los que había hablado de este
tema antes de llegar a España, esos comentarios me llevaban a esa conclusión.
A
bañarme y a salir a comerme el mundo, porque se veía apetecible y sabroso…
Reconocimiento de la zona, primer
día 9 de abril
Bajé
y caminé por la Ronda Litoral para despejarme y buscar dónde comer, moría de
hambre ¿y cómo no? si eran las 2 de la tarde, había dormido más de 14 horas y
mi cuerpo pesaba más de lo que parecía. Me di cuenta que estaba viviendo en un
lugar tocado más por los ángeles que por los mortales. El edificio donde vivía
tenía dos frentes, uno daba al Barrio Gótico, y el otro a ese largo boulevard
que bordea el litoral mediterráneo y desde donde puedo espiar barcos, museos y el
barrio marítimo de La Barceloneta, lugar
éste que se ha convertido en mi favorito. El barrio de los arroces más
deliciosos del mundo.
La
sensación de mi estancia en Barcelona desde
que llegué fue que siempre había vivido allí, cada lugar de mi nuevo vecindario
me resulta familiar, intento hacer mis días como si de toda la vida se tratara.
Ese
día era único, cada día se me convertía en el día, sin plantearme nada más. Una
forma de vida expresada no solo en hacer lo que quería hacer, había algo más,
estar sola y tener tiempo para verme a mí misma. Quería escribir y dejar que la
pasión y las emociones estuvieran por encima de los miedos y dejarlas correr,
andar, que se entrecruzaran entre mi alma y mi cuerpo, plasmarlas en algún
párrafo, disfrutar de ese tiempo que era mío. Me había atrevido y aquí estoy.
Con
esa sensación seguí recorriendo aquellas calles en silencio, miraba, caminaba. Reconocí cada lugar. Entré
al bar Marsella. Saber que ese era el lugar favorito de Picasso, Hemingway y
Dalí, era suficiente para sentarme y sacar mi cuaderno de apuntes. Tomé unas
tapas, me quedé un par de horas allí, sentada observando cada paso, cada mirada
de la gente, trataba de descubrir en ellos sus ojos trasnochados, teñidos algunos
de negro, cuerpos tatuados. Miradas de amores cómplices, caras alargadas y
aburridas por el trabajo ―quizás― alegrías también, hurgaba y descubría quienes
habían estado disfrutando la noche. Intentaba encontrar algo en cada uno, así
comencé mi reconocimiento de la zona y de la gente. Saber que vivía tan cerca
del Marsella me hacía sentir con alma de marinera, de artista, de gitana, qué
se yo…
Eulalia y el cilantro, martes de
abril
Pasaban
los días y la mirada fisgona de la conserje a veces me inquietaba, pero los
olores que de allí se escapaban me daba una sensación en mis papilas gustativas
muy excitantes…todo olía a fresco, tal vez ella no.
Mientras
recorría las escaleras que daban a ese primer piso de la portería, me abordó un
olor familiar. ¿Cilantro? Sí, era cilantro, estaba segura, un olor nada
español. Me sorprendió a tal punto que me detuve en su puerta y le pregunté que
me parecía un poco extraño ese olor, pero muy agradable, haciéndole creer que
no lo conocía.
Con
desconfianza abrió la puerta de rendijas por donde me espiaba cada vez que
bajaba y subía y lo menos que esperaba ―en ese momento― era una
clase acerca del origen de esta hierba aromática.
―Esta es una
planta que en la antigüedad se usaba con poder medicinal en el Oriente Medio y
que era además una ofrenda a los muertos.
Yo
impresionada con la soltura que me hablaba del origen del cilantro, atónita y
ya sentada en un espacio de 3 por 5 metros, no más, toda mi percepción de
aquella señora cambiaba en un segundo.
Me dio a probar unas anchoas con tortilla y pimientos de piquillo y el
plato acariciado por ese olor del cilantro. No lo podía creer. Estaba encantada
con aquella degustación y esa historia que ella continuaba como si se la
hubiese aprendido para mí.

Me
contaba que su hijo Bernat había vivido 10 años en Yemen, ahora estaba en
Madrid y ella entrecruzaba la historia del cilantro, Yemen y Bernat con mucha
sabrosura. Me aconsejó que pusiera
hierbas de cilantro debajo de mi almohada si algún día me dolía la cabeza y al
despertarme, ya estaría sin dolor.
―Claro, aquí no
es fácil de conseguir.
Me
advirtió. Pero me dio una dirección donde podía conseguir muchas hierbas, el
cilantro entre otras.
Seguía
sorprendida con los cuentos de Eulalia, tanto como la degustación de aquel
plato con cilantro. La combinación de mi sabor con los sabores de ella, o más
bien de España, de Cataluña. Desde ese día, fuimos amigas y ya no necesitó
espiarme más, porque me preguntaba directamente qué hacía, con quién me veía,
qué comía, qué fui a hacer a España y cualquier otra pregunta que se le
ocurriera.
Increíble
sentirme tan bien con Eulalia, ¡qué mujer! Era toda una sorpresa
Un ring y una invitación: «tienes una entrevista con Antonio Machín»
―¿Te
vienes a Madrid el viernes?
Era
la voz de un viejo amor que se renovaba cada tanto― lo contacté antes de llegar a Barcelona, para
contarle de mis planes, él estaba muy al tanto de mi libro y me invitaba el fin
de semana a Madrid para conocer a Antonio Machín. Claro que no era el mismo, el
de «Los angelitos negros», era un
periodista que se llamaba igual, pero que había conocido al cantante 20 años
atrás y le había hecho una entrevista, así que a Alberto ―mi amigo, mi viejo amor― le pareció una buena excusa para vernos y
encontrar en Machín, algún lado interesante sobre el otro Machín para
incorporarlo a mi libro.
De
inmediato respondí
―Sí
Era
maravilloso porque no tenía que dejar nada listo para irme, vivía el día, el
momento, nada qué preparar, solo un maletín, buscar el boleto en la estación
Francia que me quedaba muy cerca, llegar media hora antes, solo por la
costumbre latina de que las cosas no funcionan y por si acaso…lo demás estaba
listo.
Le
conté a Eulalia que iría a Madrid, porque me imaginé que me podía dar algo para
su hijo, me hizo pasar y adiviné su soledad. Esta vez probé un caldo con
chorizos. Mientras lo disfrutaba, me contó algo de su hijo entre palabras
confundidas, me dijo que algún día me contaría más de su historia. No quise
preguntar nada, pero tampoco era difícil imaginar que algo se había roto entre
ellos y los placeres del paladar eran para Eulalia un desahogo, una catarsis
tal vez, su bolero.
Y
por eso me atreví a preguntarle si le gustaba el bolero, adivinando que no
sabría de qué le hablaba, pero con la excusa de cambiar el tema. Me sorprendió ―nuevamente― cuando me
dijo que le gustaba Moncho, el gitano catalán que cantaba boleros en esa lengua,
sacó un par de discos de pasta y me dijo que al regresar de Madrid fuera para
cenar con ella y escuchar boleros.
Eulalia
es una cajita de sorpresas.
Me
dispuse a hacer mi maleta pensando en ese fin de semana en Madrid y me hacía
mucha ilusión.
Viernes, sábado y domingo
Llegué
a la estación Francia a las 8 de la mañana, el tren salió a las 8,25. Todo era
perfecto, suave, agradable. Llevé para mi viaje el epistolario de Sigmund Freud
que compré en una librería de libros usados en el Barrio Gótico. Era una
recopilación hecha por su hijo Ernest Freud de las cartas que su padre había
enviado a amigos, colegas e hijos con la intención de mostrar al mundo un cara distinta de su padre, no solo la del
médico psicoanalista, sino la del hombre, el padre, el amigo y entre paisajes y
Freud, el viaje se me hizo muy corto y al llegar a la estación de Atocha estaba
Alberto esperándome muy sonreído y con un programa para mí, tan especial como
él.
El
itinerario comenzó con un paseo por Madrid esa tarde, me tenía reservada un par
de horas al museo Thyssen, porque sabía que me encantaba. Casualidades de la
vida que había una retrospectiva de Luciano Freud, artista británico que plasma
en su trabajo el cuerpo y las emociones. Seguía la agenda de viaje y el almuerzo
estaba contemplado en un restaurant Marroquín, que se llama «La cocina del desierto». Muy a lo madrileño, a las 11 de la noche era
nuestra cita con Antonio Machín en un bar tranquilo, escogido especialmente
para una conversación como esa.
Llegamos
a la hora y Machín, colega periodista nos esperaba con un dry Martini, y un
gesto de placidez, sentado en la barra.
Fue una grata conversación, me contó de la sencillez
de aquel hombre, su tocayo, que había estado casado con una sevillana y se
quedó en España para siempre, que cantó y vivió una vida entera para el bolero.
Machín, el periodista me dijo «El bolero nació por allá» refiriéndose a
América; él descarta el nacimiento del bolero en España. Como fue descartado por todos los entrevistados. Esa era mi pregunta
central, quería provocar a los latinos, especialmente a los cubanos, con la
teoría de un posible nacimiento del género en España, pero no, no fue así.
Machín seguía hablando de Machín y me contaba de su
biografía y hasta un dicho recurrente en España entre personas de edades serias
que es «eso está más sonado que las maracas de Machín»
No imaginé que al
despedirnos, sería para siempre, Machín, el periodista, era uno de los mejores
amigos de Alberto. Y me decía hace unos días cuando murió, «Madrid no es lo
mismo ya. Antonio era el verbo de la noche». (NOTA APARTE)
El sábado era día de
paseo y más comida, pero esta vez comimos saltando, es decir, de lugar en
lugar, empezamos con unas sardinas acompañadas de una sidra asturiana, luego
caminamos y fuimos a otro bar de la zona de Chamartín y comimos aceitunas,
albóndigas y calamares, esta vez con un afrutado vino blanco. Había que probar
un chorizo hecho por un octogenario y cumplimos con ello, hasta llegar a la hora de descanso porque la
frittata, como también se le llama el tapeo en Madrid, había hecho lo suyo.
El domingo, ya era un
día de despedida y para recorrer El Rastro, un mercado fascinante. Alberto me
llevó directamente a ver los radios antiguos, aparatos que por muchos años
coleccioné hasta que los espacios de mis casas hicieron reducir mi colección. Por
fortuna, algunos están en manos de amigos queridos.
En El Rastro encontré
un olor a cilantro nuevamente y le conté a Alberto la historia de Eulalia, él
me dijo que sí, en efecto, desde hace poco tiempo en España empiezan a cruzarse
olores y sabores venidos de muchas otras partes, incluyendo el cilantro ―que no
gusta tanto como en América― y frutas tropicales como mango y piña que aunque
son consideradas a precios de joyería, son muy cotizadas y bienvenidas a las
mesas de los españoles de buen paladar.
Ya llegaba la hora de
despedida en Atocha, muchas cosas buenas del fin de semana. Con mi amor
recurrente todo tiempo pasaba bonito. Un abrazo y un adiós. Otro.
Lunes, hay que empezar a escribir

Es
hora de comenzar con mi tarea. Me hice un horario. Dormir hasta que ya se acabe
el sueño, levantarme ir a caminar y dedicar por lo menos 10 minutos a Eulalia,
desayunar, sentarme a escribir hasta las 5 de la tarde. Claro que había
comenzado a la 1. Acicalarme y hacer el recorrido de bares y lugares donde
quería estar con amigos, a quienes tenía tiempo sin ver. Comer, conversar,
disfrutar. Estaba segura que ordenada así, podría hacer todo.
Ese
lunes era un día de lluvia, gris y un poco triste por lo menos para mí. Aunque en
primavera, pero el clima cambia y hoy se pone a mi favor para poderme quedar en
casa y arrancar esta crónica sobre el bolero en España. Aunque cualquier excusa
siempre será buena para escribir, tomar vino y pensar en lo maravilloso que es
amar a través del bolero, entristecerse recordando historias y sabiendo que
siempre habrá un bolero que te haga amar de nuevo. Es como si con el bolero pudieras
manejar las emociones y colocarlas de acuerdo con las necesidades del corazón,
por eso escucho boleros mientras escribo, practico los estados de ánimo, los
gozo y a la final tal vez hasta logre el objetivo, aún no sé cuál será, a veces
estar triste y otros alegre, emocionada,
meditabunda, en fin, todo vale siempre que el bolero ayude en esa transformación.
Con
la ayuda de esa conversación de fin de semana, arranqué mis primeras páginas
del último capítulo, en mi cabeza rondaba la invitación de Eulalia, escuchar a
Moncho cantando boleros en catalán me resultaba seductor. Debo confesar que
también me animaba algún plato de esos que desafiaban mi paladar.
Esa
noche tenía la excusa de entregarle un recuerdo de Madrid a Eulalia, bajé a
llevárselo y me invitó a pasar, levantó el teléfono y dijo: «veuen que ha arribat». Me miró y me dijo, viene Adriá, él trabaja en
el hotel y le gusta el bolero, ya le hablé de ti y quiere conocerte.
Llegó Adriá, un joven
tatuado que de lo menos que tenía cara era de ser amante del bolero, pero
comenzamos a hacer lo propio en casa de Eulalia, comer, ella enchufó un
tocadiscos, luego de desempolvarlo y puso el disco de Moncho cantando en
catalán. Mientras lo escuchábamos, Adriá me hablaba de Mayte Martín, otra catalana,
una de las representantes más admiradas del flamenco en esta región y una de
las mejores voces femeninas de toda su generación —si no la mejor— que había
grabado dos CD’s de boleros. Ella ha cantado con Moncho y con Omara Portuondo.
Me habló de Lucrecia, una cubana – catalana. También me contó de Antonio
Machín. Soltaba algunos nombres como Martirio, Luz Casale y se transformaba,
era como si desdibujaba los tatuajes de su cuerpo.
Escuchar a Adriá hablar
con tal propiedad del bolero me hizo pensar que estaba en el lugar perfecto.
Mis amigos catalanes me hablaban de bolero como piezas de intelectualidad que
no pasaban jamás por la emoción. Pero ellos dos sí sabían de lo que hablaban,
Adriá conocía a Mayte, Omara, Machín, Lucrecia. Eulalia admiraba a Moncho. En
Barcelona sí había almas de boleros -pensé. Subí a mi apartamento a buscar
música, les presenté a otros cantantes cubanos, venezolanos. A las 2 de la
mañana Felipe Pirela cantaba Únicamente tú eres el todo de mi ser, en aquel lugar con olores maravillosos, ya ―a esas horas― el olor más
fuerte era el de un vino de Rioja que llevó Adriá. Esa noche fue larga, Eulalia
ni miró por las rendijas. Todo era bolero, vino y recuerdos.
Ninguna noche habría sido
mejor que esa para celebrar que ese día había comenzado a escribir mi crónica
sobre el bolero.
Mi conclusión fue que el
bolero no nació en España, definitivamente su cuna es Cuba, pero valió la pena
la excusa del viaje…Los días siguieron, se completaron los 90 como estaba
previsto. Terminé el capítulo y con él, el libro. En enero del año siguiente,
estaba bautizando «La noche de
anoche», el libro que contenía el capítulo de España. Alberto fue el padrino,
además escribió el prólogo y continúa siendo un amor recurrente.
Eulalia murió, Adriá ya
no está en el hotel La Condesa de Cardona, pero tiene el libro en sus manos,
eso sí lo sé.