Tiempo de muerte, literatura y bolero
I
Veo cómo mi cotidianidad, ese espacio de
profundo encuentro conmigo misma, anhelado siempre cuando estoy lejos, se hace
añicos cada día. Mis costumbres, mis gustos, mi fascinación por las caminatas
por mi barrio para ver a la gente, saludarla, sentarnos a conversar y tomar un
café se desvanecen y se han transformado
en malas noticias, luchas con banderas, mensajes de pancartas, comunicados de
estudiantes y desfiles nocturnales al compás de las cacerolas, exigiendo
libertad.
Gritar sin resignación como quien pretende
acercar la distancia temporal de la historia, ya es tarea de todos los días.
Reconocer que ya las noches no son aquellas de seda y vino, de cantos de son, ni
los amaneceres de reír por nada y llorar por todo. Ahora me encuentro peleando,
sí, peleando y gritando por el medio de la calle, al lado de vecinos, de desconocidos,
de jóvenes que alzan su voz más fuerte que yo, y de señoras que entonan el
himno nacional como si fuera un mantra que les tranquiliza el alma sin meditar
qué hacer por el país, o más bien, qué más hacer.
El Ávila allá, siempre cerca, omnipresente, único
testigo de aquella cotidianidad –casi perdida- él no deja de estar, de
mirarme y acusarme de tanta ausencia en
aquellos regodeos que hacíamos juntos en sus quebradas, donde solía ir los
mediodías a tomar un jugo y a veces hasta una ensalada para sentir que podía
desafiar el bullicio de Caracas con el silencio y el sonido mágico del agua de
sus cascadas. Allí está para reclamar mis días. Acusador, erguido, a veces envuelto
en fuego ante la apatía de muchos y el dolor de otros tantos, pero permanece
como si nada le afectara. Es lo que va quedando de los días que me gustan, esa
inmensa montaña.
II
Una tarde más
con los jóvenes que reclaman a las puertas del PNUD.
Sentada en una escalera que sube a la
indiferencia de esa ONU silenciosa, que no da respuesta y pareciera cómplice,
observaba quieta. Cada quien tiene una vida, una historia, pero todos pelean
por un futuro.
¿Qué piden? ¿Por qué manifiestan? Se
preguntan algunos transeúntes que los pilla el despiste y se atraviesan en ese
lugar, sin entender por qué hay tantos muchachos metidos en carpas.
Son jóvenes inocentes sorprendidos por una
situación enferma que quisieron detener. Se organizan, se cuentan, hay coordinadores
de logística, de comunicación, de seguridad. Me impresiona verlos en esa gran
empresa por la libertad, exigiendo derechos y trabajando en esa ciudadela
improvisada de óvalos de tela como si fueran hormiguitas. Uno da un parte de
los desaparecidos en Táchira, Mérida, Anzoátegui y Bolívar. Otro anuncia una
misa a las 6 de la tarde. Otro más y con voz enérgica, llama a los del
campamento a activarse; no sé qué quiere decir con eso. Pero ante esa voz todos
corren y se agrupan a mi derecha, a lo lejos, no logro escuchar, pero los veo
atentos y con caras sorprendidas, algunos asienten, otros se retiran en
silencio. El grupo se disgrega, dos se abrazan, ella llora.
Es jueves santo, el calor rescata mis
recuerdos de semana santa, hasta ese momento no la había sentido. Llegué hasta allí
con el dolor y el recuerdo de Anacaona, El ratón, Eres una en un millón y Mi
triste problema, entre tantas otras. Había muerto Cheo esa mañana en Puerto
Rico, sí, el gran Cheo Feliciano, el de Los entierros de mi pobre gente pobre.
Veía a los muchachos, mientras cantaba en silencio… mis flores son de papel,
pero mis lágrimas son de verdad y lloraba, viéndolos a ellos, contagiada por la
muchacha que en los brazos del estudiante lloraba también. Yo recordaba a Cheo,
pero con la presencia de los jóvenes, tocaba mi realidad. Era un despecho de
amor y libertad.
Suena el celular, cuando me disponía a irme a casa para regresar con ellos a las 6
a su convocatoria de la oración, una misa, un encuentro con la fe, en ellos veo
su fervor y su credo, como también toco su esperanza constante. «Murió Gabriel García Márquez», decía la voz
del otro lado del teléfono. Me volví a
sentar.
Esa tarde había dolor y tristeza. Encuentro
con el pasado, mi historia reverberaba en todo mi cuerpo. Un día que se
conmemora la agonía de Jesús en el huerto de Los Olivos, se recuerda también la traición de Judas, no
podía ser menos dramático entre nosotros, los venezolanos, los colombianos y
caribeños, y más emblemático para Venezuela donde el dolor, la muerte y la
tristeza se han convertido en una cotidianidad que nos hace agonizar.
Este jueves santo era de muerte, sin campanas,
sin esperar resurrección. Como son las
muertes en mi país, anónimas, silenciosas. El parte de muertos y heridos de la
policía no existe, tal vez porque sobre pasó el número «políticamente
admitido». Mi cuerpo estaba aletargado y de pronto los muchachos comenzaron a
cantar. Todo lucía pesado a mí
alrededor, algo me detenía, no podía seguir, no lograba pararme de nuevo.
Los jóvenes vibraban y con mucha intensidad
se movían, dirigían, planificaban. Eran vidas armónicas las que ahí palpitaban
a pesar del dolor por la espera de ese futuro desaparecido. A pesar de la
intensidad de la vida, la muerte estaba
presente: Génesis, Robert, Bassil… Un joven colocaba cruces para recordar a
cada uno de los caídos. Me acerqué en silencio. El panorama no era fácil de
digerir. El Caribe y el mundo también se estremecían, pero por las muertes de
Cheo y Gabo. Yo me estremecía por todos, era mucha carga en una sola tarde.
IV
Eran aquellos tiempos cuando las tardes de
cine, de café en la plaza, de cuentos de películas y sobre todo de los libros
que acariciábamos en esos días, formaban parte de la cotidianidad desgreñada y
sin planificación alguna. Rones y sones, canciones y amores, todo hacía una
convergencia de disfrute cotidiano. Discusiones sobre el amor de Florentino por
Fermina y las más de 130 cartas escritas sin agotar ni una gota del amor a
pesar de tantos años. Aquel amor tan caudaloso como el Magdalena, que al final resultó ser síntesis de la vida y la
muerte. Claro que del amor también.
Era inevitable recordar aquellas charlas
sobre los personajes, pero sobre todo, cuando estábamos entre periodistas, lo
más apasionante era lo que cada uno podía aportar de su conocimiento sobre Gabo
en Caracas, pocas veces me tocó una conversación donde se hablara de la
relación del escritor con Cuba, parecía no importarnos demasiado. Una vez
recuerdo haber escuchado al Negro, así lo llamábamos en la universidad, contar
un encuentro con Gabo en Caracas y su fascinación por aquella sencillez,
inteligencia y sentido del humor que prevalecía en él.
La nostalgia apadrinaba aquel instante, aquella
tarde impregnada de juventud, donde el deseo de libertad era una consigna, y
recordé a Nietszche en esa frase que me ayudaba a entender un poco más lo que
estaba sintiendo: «Todo lo vivido ha de repetirse, solo que al volver lo hace
de un modo diferente». Esa frase resumía mi nostalgia por aquella cotidianidad
perdida. Me regresaba la esperanza, pero me preguntaba: ¿Y si regresa diferente
y no me gusta tanto
V
Decidí caminar entre las carpas para escuchar
más a los jóvenes, reírme, porque ellos allí convierten el dolor en esperanza, y
esa juventud, no deja de serlo a pesar del maltrato, de la violencia y la
represión de un Estado que practica a diario un culto irreflexivo. Que trabaja
por un nacionalismo acomodaticio, que se siente con la autoridad de dictar
hojas de ruta y mapas para indicar una nueva forma de vida, forma que burlan
los jóvenes desde su inteligencia y avanzan un paso más en la desobediencia.
Me pregunto, ¿Cuál será el diálogo que
prevalecerá entre esta historia y el pasado, o entre esta historia y el futuro?
Veo almas sencillas, omniscientes, pero en un amargo momento de la historia que
afecta también su vida cotidiana, la del estudiante preocupado por las ciencias,
por el arte, el deporte y la diversión.
Todo a mí alrededor es como una obra de teatro. Me pregunto a cuántos interesa
esta realidad.
Vidas paralelas, muerte, esperanza, dolor,
diálogo, mentira, traición, instituciones, libertad, libertad, libertad.
Democracia, violaciones, represión, justicia, justicia, justicia. Es un marco
de palabras construidas alrededor de una vivencia, de un deseo por derribar
ídolos de papel y propaganda costosa, palabras que entonan la lucha, que se
niegan a vaciar su contenido y en boca de los estudiantes, son verdaderas, son
un deseo permanente, son un derecho.
Ya no hay cotidianidad…hablo de la añorada,
esa que se hizo añicos.
VI
Hoy, no por casualidad, o sí, quién sabe,
también es jueves… a las 3 de la mañana un contingente de 900 hombres armados acabó
con la paz de este campamento y tres más. Los sueños corrían arañados en las
paredes de los edificios, el miedo se apoderó de los cuerpos jóvenes que están
dando sus vidas por vivir en paz, que dejan sangre en el asfalto. Muchos otros amanecieron en medio del más
oscuro pavor. Un grupo de sordos no escuchó el grito, fueron maltratados y
humillados. Mi barrio, mi ciudad, mi país, una vez más amanece con presos,
heridos, mentiras, traiciones, más palabras cavilando para darle fuerza al
país.
Sigo en mi dolor que empezó hace varios
jueves y canto: «…seguir angustiado, viendo que se pierde la felicidad. Estar
convencido de que en un vacío peor que el olvido, se hundió todo aquello que
siendo tan nuestro ya es tiempo perdido. Andar con la pena de que nadie sepa cuál
es mi dolor…»
Desde adentro, sale un grito que dice: ¡Venezuela,
no te rindas!